Ni me gustan ni me dejan de gustar los hospitales. Lo que me gusta es el olor de los pasillos, el de la salita de espera, el de las habitaciones blancas con la marca del lugar de donde estás en cada sábana y toalla. Me gustan las miradas en los ascensores, las almas que vagan por los pasillos esperando y dudando en si entrar o no en alguna habitación donde seguramente les espera alguien a quien quieren, quizás demasiado como para no temer a entrar. Me gusta la cafetería, y los médicos y las enfermeras; las conversaciones de la gente que espera, las de los auxiliares que hablan de cualquier tema ajeno al hospital, como si en alguna de las tropocientas habitaciones por las que pasan en algún momento del día a cambiar algún suero, alguna sábana, o a llevar la bandeja de esa comida asquerosa que solo en hospitales y en la empresa donde trabajo y me explotan sirven; no se estuviera muriendo nadie. Me gusta porque todo me recuerda a la primera vez que recuerdo haber ido a uno, cuando algún día de hace muchos años me caí del brazo del sofá donde estaba sentada y me lo rompí. Recuerdo el olor a yeso mojado y a la funda que me pusieron en el brazo en aquél momento. Aunque realmente, recordar lo que se dice recordar no recuerdo nada, es tan sólo el olor, y las miradas.
El caso es que hoy, después de la última clase de la mañana y antes de comer, me he pasado por la Teknon a ver a mi tío. Creo que nunca antes lo había visto con tal aspecto, no sé, supongo que es el aspecto que tiene cualquier enfermo cansado de estarlo, de la estancia de un día tras otro en un hospital, de la impotencia de no poder vivir, de no saber si podrá hacerlo después de esto, de no saber lo que tiene...
No está bien, pero todo pasa.
No está bien, pero todo pasa.
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