30 de diciembre de 2010

Todo desencadena.

Todo empezó hará un par de noches cuando mi madre me pidió que tendiera la ropa de la lavadora. Había vuelto tarde de quedar con un amigo y jo, como me había reído. Cuando revuelvo bien por aquí dentro creo que creo de veras que hay cosas que no cambian y que quizás (ojalá) no cambiarán nunca. Y me había encontrado con una amiga, después. Ya era hora de subir a cenar, pero y qué, ya habrían cenado. Tuve ese sentimiento/sensación de cuando hace mucho que no ves a alguien que (y mil y un recuerdos e imágenes nadaron los cien metros libres por mi mente) tuvo un huequecito dentro de tu micromundo hace ya un tiempo. Jolines, cómo había cambiado. Me dijo que yo seguía igual que siempre; y cuando dice igual que siempre se refiere igual que a mis doce, y bueno, siempre es bonito seguir como cuando aún no se sabe nada de la vida; bueno, o no. Recorrimos chino-chano la de Santa Eulalia y nos sentamos en uno de esos bancos que ocupan mi abuelo y sus amigos en las mañanas, cuando después de recoger el pan en el Mercadona a primera hora, se paran a descansar y a marujear un rato. Sí, ellos también marujean. Alguna vez que he tenido consulta y me he saltado las primeras horas de cole, les he visto ahí sentados, hablando, la mayoría son paisanos, se les ve muy agusto ahí disfrutando del solecito de la mañana. Mi abuela dice que ella no tiene tiempo, pobre, siempre anda de aquí para allá ocupada, y cuando veo a las demás abuelitas me da pena por ella, no exterioriza mucho, pero disimula poco bien. Y me volvió a decir que seguía igual que siempre. La veía y la envidiaba. Ella y yo nunca nos parecimos mucho, pero éramos buenas amigas. Y la envidio porque es lo que ha decidido ser a todas horas. Hay una parte de mi que desearía llevar una vida de hippie y rebelde con causa, pero hay otra que sabe en qué momentos no puede serlo; y renuncia a su parte idealista. Ella no. Ha decidido llevar un camino, que aunque pudiera gustarme, yo jamás podría tomar. La envidio, sí. Creo que es valentía lo que siempre me ha faltado. Sí, lo es. El miedo a decepcionar. Y luego subí a casa. Y cené un par de trozos de pizza que habían sobrado. Y me puse en el Skype. Hablé con Laia un ratito, pero perdimos la comunicación. Era muy raro. Y entonces me dijo lo de tender la ropa. Yo estaba eufórica descubriendo mi nueva Blackberry y la oí. Y la escuché. Y se me olvidó. Y me dormí. Y antes de marcharse a trabajar a la mañana siguiente se encargó de despertarme y restregarme lo que no había hecho. Y ahí empezó todo. Y jolines, que mal cuerpo. ¿Cómo es posible que lo único que se recuerde es lo que no se hace? Y hoy no he salido, si es que da igual. No puedo seguir sintiéndome culpable de estas cosas como a los doce. Tengo que cambiar, eh.

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