14 de enero de 2011

Marlene (y yo)

Marlene entra en el portal con las ganas de una que está en la flor de la vida. Mira derecha izquierda; a un lado las escaleras caracol, infinitas, recién pulidas; al otro el montacargas disfrazado de ascensor (una jodida jaula de hierro). Se mira los pies y piensa: "yo no sé si mis zapatos durarán todo el camino". Emilio, el portero, la mira fascinado des de la garita. Le pega tal repaso, tal escáner de arriba abajo, que podría estimar con precisión el punto exacto de inicio y fin de cada uno de sus huesos, el radio de sus pechos y el perímetro de su cintura; con un margen de error de cero. Alza la vista al frente y entra en la jaula de hierro. Pulsa el botón del tercer piso y, de repente, se ve en una de esas pelis de Indiana Jones en las que, inesperadamente, las paredes empiezan a estrecharse. La claustrofobia que la acecha des de que fue engendrada, que ya le complicó bastante la existencia mientras flotaba en la bolsita, la empuja al miedo; la ascensión de los tres pisos se convierte en la peor de sus pesadillas. Y es que le puede este pánico. Se apoya en alguna de las cuatro paredes y se deja caer, se acurruca en la tercera esquina agarrándose fuerte las rodillas y solloza en silencio. La puerta se abre y me la encuentro ahí, así. La miro atónita. Compasiva. Siento lástima, tan débil ella, con la cara "enlagrimada". La miro aterrada. Me aterrorizan las circunstancias. Se instaló en el ático hace un mes. Todos creían que hablaba al revés, pero Marlene es ucraniana. Sus pasos de saltitos pequeños al bajar los escalones caracol, sus camisas holgadas de cuello en picado, sus largas manos blancas, todo me fascina, toda ella. No tan muy de vez en cuando la espío por la mirilla; y anoche preparé una trampa poco mortal y me colé en su refugio. Olía una mijita a ella y a este Enero que se cuela entre las grietas del techo que da a la buhardilla comunitaria. Nadie, nunca nadie, ha pisado aguas internacionales ahí arriba. Hay una historia que dice que cuenta las estrellas por la noche, y que ahí arriba habita un monstruo. Miles de pequeños botes de formol con urbanos y civiles aplastan una montaña gigante, uniforme, de algo que parecen libros. Y Marlene apareció por el pasillo con decenas de cerillas encendidas colgando de su camisa holgada de cuello en picado del Corte Chino que han abierto en Diagonal, y con un cigarrillo en las últimas colgando del índice derecho. Y me tumbé en el suelo y la dejé acostárseme, y la besé en ucraniano. Creo que está peor que yo. Y ahora la veo aquí, así.


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