15 de septiembre de 2011

La vida sin música sería un error

En uno de sus poemas Bukowski me explicó que conoció a un genio, y yo hoy he conocido a otro. El suyo se sentó a su lado en el tren y, al mirar por la ventana, le dijo que el mar no era nada bonito. Fue la primera vez que se dio cuenta. El mío no tiene diez años, pero como genio no tiene nada que envidiarle. Llevo cerca de un año mirándole al pasar, extendiendo mis oídos para captarlo entero, pensando sobre el lugar más lejano del que podría venir, imaginándome su vida. Sé que por las mañanas baja tranquilo por Riera Blanca con su acordeón en el carrito a cuestas; sin prisas. Al llegar a la boca de Santa Eulàlia, bajo el puente, se detiene; se planta frente la puerta y pierde la mirada en el túnel, que no es corto. La gente sigue de aquí para allá, entrando y saliendo de la boca; recogen el '20 minutos' y el 'Què' pero no le ven; aunque él tampoco les ve. Entonces entra. Alguna vez he visto impotente tras las columnas como recibía algún que otro golpe de los que vienen y van sin más, pero él siempre camina, tranquilo, hasta llegar a la mitad del túnel. Ellos vienen y van, yo no. Yo me escondo tras las columnas de debajo del puente y le miro, le miro mucho. También le sigo para ver qué hace, aunque siempre hace lo mismo; pero me da igual porque me gusta mirarle. Salgo un cuarto de hora antes de casa para no perdérmelo en la entrada, que es triunfal. Si supiera, le cosería una alfombra roja de miles de quilómetros, por si vive demasiado lejos; que no pise estos suelos, que él es mejor que todo lo que pasa bajo el puente. Mi abuela siempre insiste en que tengo que aprender a coser, dice que cuando ella no esté no habrá nadie que me cosa los botones. Yo sé que siempre habrá sastres y modistas, aunque no creo que ellos sean capaces de coser una alfombra roja como la que quiero para él. Cuando menos te lo esperas improvisa una sillita y se planta enmedio del túnel frente al cartel de 'Música al Metro'. Una vez allí, tranquilo, coge su maletín, lo acaricia y se detiene. Con sus finos dedos mueve las cuatro ruedecillas hasta que suena un 'click' y el maltín se abre. Al fin veo el resplandor. Espero ese momento cada mañana cuando me escapo para verle, después me marcho corriendo hacia la parada del bus para ir al colegio. Es el momento que sucede cada mañana a las siete y cuarto. Le brillan los ojos al abrir el maletín. Le tiemblan las manos al tocar su interior, con delicadeza extrae el acordeón, lo palpa y lo acaricia como lo hizo la primera vez con la mirada, cuando lo contemplaba descansar en aquel escaparate del Carrer de Sants. Entonces yo me marcho, no espero a que empiece a vibrar el túnel, no me hace falta. Él me da la energía de cada día, las ganas de soñar un poquito más. Le veo cada tarde cuando cojo el Metro, siempre sé dónde encontrarle: allí sentado, escuálido como pocos y hábil con los dedos. Esta mañana he vuelto a buscarlo para seguir mirándole, decidida a quedarme a oír la primera música de la mañana; ahora que ya lo he conocido tengo que hacerle compañía. No lo he encontrado. Hoy no ha venido. Le he esperado muchos cuartos de hora pero no ha venido. Y es que anoche le conocí en mi cabeza. Sólo ahí. Vino porque se va, se vuelve a ese sitio tan lejano que pienso a veces. Pero me da igual porque vino para verme a mí, para devolverme todas las mañanas en que yo le miro, en una noche. Estará bien pisando tierra roja. No será como mi alfombra, pero en Rusia aún queda vida.

1 comentario:

Huellas de clown