19 de noviembre de 2012

El punto que no será final

Si algún día te marcharas no te echaría de menos, no a ti que no estarías.
Si algún día te marcharas no sería echar en falta, sería estar vacía y llena de nostalgia de ese tiempo pasado que siempre fue mejor.
Si algún día te marcharas tan sólo me quedaría con en el envoltorio del Ferrero Rocher que nos comimos ayer, la Nutella que recubre mi avellana se haría líquida y correría por las venas que ya no me quedarían, por el no interior que me inundaría.
Si algún día te marcharas ya no sería yo, serían mis ojos entelados y la realidad translúcida.
Si algún día te marcharas serían risa mi sonrisa y mis dientes amarillos por el cigarro de cada media hora en honor al último que te fumaste para mí, al humo que tragaste y al café al que me invitaste.
Si algún día te marcharas me quedaría con el migo que había antes de ti, con los libros que me daban otras vidas y mi habitación que, ahora que te ha acogido, necesitaría nuevas vigas y puerta cortafuegos, para que no te me colaras en los sueños.
Si algún día te marcharas aflorarían en mí un sin fin de sensaciones que no te podría hoy explicar porque no las sé; porque cada amor es diferente y cada punto y final precede a un párrafo distinto.

Si algún día te marcharas sería algo que no será porque sé que no te irás, que no serías capaz de dar un paso al frente sin saber que mi mano está, a lo sumo, una manzana más allá. No te irás porque tienes miedo del amor, porque crees que es lo más bonito que ha pasado por tus días y ahora que lo has descubierto no quieres no vivirlo. Pero es que sabes que se acaba, que ahora es un "para toda la vida" que no será siempre, que un día te despertarás y no verás mis ojos cerrados esperando a que les quites el sueño, que alargarás tu mano y los diez centímetros de cama que has dejado sin ocupar estarán vacíos. Y es que tú temes a ausencias porque no sabes que tienes el corazón más grande jamás diagnosticado, no crees que seas mejor que yo porque me miras y te llenas de algo que aún no sé qué es pero que te hace feliz, no eres consciente de que te mereces más porque no te has abierto en canal para deleitarte con tu brisa y tienes miedo a abrirme a mí y encontrar un fondo que sabes que puede estar y no quieres ver.

Si algún día te marcharas con todo lo de ti que te he descubierto y por todo lo que no he sido capaz de ser por ti, desataría el nudo de la vergüenza que no tengo y gritaría un "incapaz", pensando en cómo me enamoré de las gaviotas que volaban a otros nidos mientras tú te me regalabas en fusiones de cuerpos al ritmo de una banda sonora que inventaste para mí. 

8 de diciembre de 2011

Sin conciencia de mártir

Sabíamos que el Domingo nos esperaba un gran día, a nosotros, quienes estábamos seguros de que tenía que haber alguien que viviera como los ídolos de nuestras películas. No había nada que nos atrajera más que debatir sobre política entre porros y Xibecas, nos sentíamos libres en el seno de nuestra rebeldía. Después de morir en la piel de Salvador Puig Antich, Daniel Brühl dijo que para ser rebelde hay que ser libre, y nosotros jamás nos sentiríamos libres. Nos llamaron "rebeldes sin causa" cuando gritamos contra el capitalismo alzando nuestros puños, más tarde nos etiquetaron como a "indignados", cuando empezamos a acampar en las plazas y a manifestarnos pacíficamente. Creo que no había nada que molestase más a las autoridades y a las grandes fuerzas políticas que los actos reivindicativos pacíficos; en los que la impotencia por no poder acallarnos crecía entre los cuerpos de "seguridad". Se multiplicaron los graffitis que gritaban desde muros y paredes "menos porras y más porros"; y entonces se rieron llamándonos hippies. Siempre nos dio igual cómo nos llamaran, ni éramos todos iguales ni creíamos en los mismos métodos; pero éramos jóvenes comprometidos con la sociedad, con conciencia histórica y con ganas de cambiar las cosas. Laia era una anarquista que no apoyaba la violencia, era un poco hippie, pero tenía los pies sobre la tierra de un mundo que quería cambiar con palabras. Yo hubo un tiempo en el que me sentí muy libre a su lado, las dos creíamos, como Fito, que "menos mal que con los rifles no se matan las palabras". Andrés era un Rojo hasta la médula que creía que el fin siempre justificaba los medios, que la violencia era necesaria para cambiar el mundo de Laia, nuestro mundo. Decía que para llegar a un Comunismo viable, descartando utopías, teníamos que hacer una revolución social. Yo no dejaba de insistir en que nunca pensaríamos todos igual, en que todas las personas valíamos lo mismo; pero no era así, las ideas valían tanto... y más valían entonces, cuando parecía que ya no quedaban causas nobles por las que morir. Creo que empecé a ver el mundo con otros ojos, un mundo en el que, muy a mi pesar, ni todos éramos iguales ni todos valíamos lo mismo. Rebusqué en los libros de historia y me encontré decapitando a MªAntonieta en Francia, gritando ante el Palacio de Invierno en Rusia, luchando en la Batalla del Ebro con el bando republicano, quemando conventos después de la Segunda República, a punto de matar a Juan Carlos en Mallorca, volando el coche de Carrero Blanco, avisando de la bomba que habíamos puesto en el Hipercor de Cornellá y bombardeando el Liceo. Me encontré diseñando planos y tramando operaciones infalibles, y creyendo que había causas por las que el fin justificaba cualquier medio. El Domingo nos regaló momentos de complicidad y el darme cuenta de que Erick vivía como los ídolos de su vida, con el detalle de que todos estaban muertos y de que él estaba cayendo en un pozo del que ya jamás saldría.

26 de noviembre de 2011

Ya no hay atajos que valgan

Guardé tus poemas por si algún día querías volver y no te acordabas de quererme. Planeé mil y una veces cómo te recitaría los versos libres que me regalabas para que volvieras a encontrar en tus ojos, al mirarme, la misma vida. Memoricé la letra de tus canciones por si algún día querías volver y no encontrabas el camino. Ensayé mil y dos veces el si menor, pero la guitarra siempre fue lo tuyo y esconder la voz a gritos nunca fue lo mío. Preparé la mía para el gran estreno porque sabía que sería más fácil que te perdieras en ti misma que que erraras en el cruce de tus recuerdos, y que tu mala memoria te llevaría al Mar Muerto mientras yo acampaba en el Aneto. Con todo lo que guardé, te guardé también conmigo, y si aún te hubiera guardado en un cajón ahora podría tirarte o romperlo y comprar otro, pero te guardé en mí, y yo ya no me puedo romper más, que mi hermana anda desclaza por el piso y los pedazos le cortarían los pies; y no creo que haya ventana tan alta como para tirarme y que puedan comprar otra de mí, y además, no sé si morir llena y no vacía, e igual vamos sumando y cuando ya no sea yo pero sea yo aún te tenga dentro. Morir me da miedo, pero más miedo me da la eternidad contigo. Ahora creo que crees que quieres volver, pero en realidad no quieres; y lo que yo no quiero es hacer el ensayo general y verme repasando recitales porque ni con mil versos libres te acordarías de sentirme, y me da a mí que aún me gusta tu sonrisa despeinada, bala perdida.

21 de noviembre de 2011

Descubriendo cuentacuentos en Otoño

"Cuando la gente se da cuenta de que el verano se extingue, las mesas de los cafés de la costa se van llenando de tristeza. Allí donde se reunían los jóvenes, donde se formaban los grupos y nacían las amistades eternas de este verano que durará toda nuestra vida, va quedando vacía una mesa hoy, otra mañana, van muriendo los discos en el aire y se van susurrando las remotas direcciones del invierno. Los jóvenes notan eso como una sensación física, y a veces se quedan mirándose a los ojos, tratan de sonreír y se niegan a captar el secreto del tiempo que los mayores ya tienen dolorosamente aprendido. Mientras tanto, los mayores en régimen benestante concitan cenas, lamentan gastos, planifican audiciones de Serrat y proclaman su fidelidad a la cosecha del 70. Ya han perdido la virtud de esperar mirándose a los ojos. Los muy jóvenes y los muy viejos ya no planificamos cenas, planificamos nostalgias."

-Crónica sentimental en rojo- Francisco González Ledesma.


26 de octubre de 2011

No tener un bocadillo

"Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir."

Tuve que leerlo hasta cuatro veces y pensar cada palabra. Me palpé la nariz y la noté en su sitio, en ella jamás se libraron batallas y no hay ni rastro de heridas de guerra. Caminaba por Sants concentrada en este par de líneas sin entender muy bien porque no recordaba cuándo me había roto la nariz. Aunque tal vez no me la rompiera, quizás alguna que otra caída de bruces sí que tuve, pero a lo sumo hubieran acarreado una leve contusión. Caminaba mirando al frente aunque sin ver nada, mis siete sentidos dirigidos hacia un único punto de fuga: ¿por qué no me rompí la nariz? Y mirándola pero sin verla, una señora me paró en medio del paso de peatones. Me encontraba ausente y desconcertada, mis sentidos no habían tenido tiempo a reunificarse por la causa y la señora ya me estaba pidiendo algo. Considerando que suelo ser de efectos retardados y dado que no estaba al cien por cien, no entendí muy bien qué quería. Salí pitando. Sin pensar. Toda yo me sentía atrofiada, sin capacidad de respuesta, y ya no digo inmediata, es que ni si quiera relativamente rápida. ¿Habéis no tenido alguna vez un bocadillo? Ella sí.


15 de octubre de 2011

Total ¿para qué?

Ella no podía entender cómo podíamos estar juntas siendo yo tan yo y ella tan así, y yo decidí dejarla. Ella no entendía que yo quisiera estar conmigo, podría presentárselo, pero tampoco le entendería. Ella nunca podría entender nada de mi yo ni de mi migo. Soy yo la que entiende que me guste darme cabezazos contra las paredes de la memoria, y que quiera encarcelar recuerdos en los muros del subconsciente, y soñar constantemente. Las mujeres siempre quieren entenderlo todo, buscar por qués y raíces a doquier; pero luego nunca entienden nada. ¡Y quién las entendiera a ellas! Podrían darme el Nobel al escepticismo y tampoco me lo creería, pero lo entendería todo. Y vaya paradoja, ¿no crees, mi ella? Que seamos mujeres y yo te quiera siendo así, y tú no me entiendas siendo yo. Y ya no me preocupa, ni me duele ni me espanta no quererte ni entenderte cuando dices que no me puedes; si es que ya te he dejado, y es que no me sales a cuenta.

Con migo y nadie más

“Parece mentira que seas tan tú y nada más”. 
Y la dejé. 
Total ¿para qué? Si nunca me salió a cuenta tenerla. 
Si nunca me entendió ni quiso dejarme conmigo. 
“Yo, mí, me, conmigo”, le decía constantemente. 
“Tú no cabes”. 
Y la tía nunca me dejó, vaya idiota. 
Que te quieran nunca es suficiente,
y siendo así mi ella, ¿por qué no me dejabas? 
Yo sólo me amaba a mí y a mis libros, 
no había cabida para más y lo sabías, 
y no me dejabas. ¿Por qué, mi ella? 
Cuando ya no pude más
tuve que ser yo quien te acabara de matar. 
Y aún y así no fue suficiente, te tiraste tú después. 
¿Por qué, mi ella? 
Si querías tirarte haberlo hecho, 
no te hubiera sostenido más y lo sabías. 
Y ahora no sentiría esta culpa tan grande 
por haberte acabado de tirar, 
cuando aún no estabas muerta. 

De inviernos prematuros y otros males

Ésta es la tarde de un día frío de otoño. Parecía que el verano aún no iba a acabar, septiembre arrastraba el calor de los días de Agosto, y Octubre, reticente a dejarlo ir, lo conservaba como su bien más preciado. Pero hoy ha llegado el invierno, prematuro, sin prisas pero pisando fuerte. Camino por la calle viendo el mar a lo lejos pero cerca, “no te muevas que ya llego”. Un todo terreno tranquilo, conducido por una chica joven y guapa pasa a mi lado en dirección contraria, y la miro mientras, pareciendo que va a cámara lenta, pasa a mi izquierda, y ella también me mira. Antes de llegar al mar viéndolo ya muy cerca oigo un estruendo y me giro, y la chica joven y guapa y su todo terreno se han chocado al final de la calle, un humo negro sale del capó del coche y luego sale ella, y está bien, y yo sigo caminando, el mar está cada vez más cerca. Y la arena la siento fría, igual que en los días de invierno, y estiendo la toalla, y en cada punta coloco una sandalia y un libro, para que no vuele. Y me enciendo un cigarrillo mirando al mar, que ahora ya no está lejos pero cerca, está aquí. Y huele bien, el humo y el mar, y el sonido del agua oigo, y no hay nada como el sonido del mar. A falta de cuatro últimas caladas me levanto y voy hasta la orilla, me mojo los pies y el agua está caliente, agua cálida en una tarde de otoño donde el frío es de invierno. En la playa no hay más que dos pescadores a lo lejos, a mi derecha. El cigarro se consume y lo suelto, y las olas que vienen y van arrastrando la orilla, se llevan mi colilla. El mar es bonito, es muy bonito en tardes como ésta. Me siento en mi toalla y, con un pantalón corto y un jersey que no hace juego escribo, y ahora empezaré “El padecimiento continuo”, poesías de Charles Bukowski, con la piel de gallina por el frío de un invierno que ya llega. Y cuando llevo dos poesías leídas, releídas e interiorizadas, suena el móvil. Es mi madre. Lo contesto y me cuenta que debajo de casa ha habido un accidente, y yo le digo que lo sé, que lo vi en directo, mientras pienso en mi suerte por tal hecho y en lo joven y guapa que era la chica. Entonces ella, sorprendida por mi sosiego, me dice que se ha muerto. Y yo callo y pienso que no puede ser, la chica joven y guapa iba sola y nada más. Y también pienso que hasta cuando sé que lo sé todo, no lo sé. Y como no digo nada me dice que venga, que están en el balcón viéndolo todo. Y le digo que no, que qué iba a hacer yo ahí. Y me dice que como quiera y cuelga. Las poesías de Bukowski y todo él me resultan mucho más interesantes, pero no paso de la segunda línea de la siguiente y me imagino a la chica muerta, aunque no puede ser. Recojo toalla, frutos secos, libros y sandalias y me voy. Cruzo el paseo marítimo y la gente pasa, ven la ambulancia a lo lejos de mi calle pero ni se inmutan, siguen caminando. Yo me adentro en mi calle mirando fijamente al fondo, pensando en la chica joven y guapa. Y todo el vecindario está en la calle. “Menuda panda de morbosos y curiosos”, pienso. Bueno, al menos han salido de la madriguera, al menos sé quién anda por aquí este fin de semana. Subo a casa y me los encuentro a los tres en el balcón, y me cuentan que el que ha muerto es un chico en una moto. Miro el coche de la chica joven y guapa y ahí está, pero no ella. Y un motorista en la cuneta, tapado con una manta reflejante descansa para siempre, y la señal está caída, y me cuentan que cuando salieron a ver qué había pasado estaba enrollado a ella. Y mi hermana, algo sensible, está llorando. Y mis padres, muy curiosos, observan cada movimiento. Y yo no sé qué hago aquí mirando. Sólo busco a la chica entre los morbosos y pienso qué dirá. Seguramente llamará a su pareja que le espera en casa y le dirá entrecortadamente, sollozando, que ha matado a un chico. O tal vez llame al bar nocturno en el que trabaja y diga que hoy no podrá ir a trabajar porque ha sufrido un accidente, y el jefe, que en realidad sólo se acuerda de ella mientras sirve copas en minifalda, hará como que se interesa, pero mañana por la noche le dará su finiquito y si te he visto no me acuerdo. Quién sabe. El chico tapado en la cuneta, la chica joven y guapa que no está, policías, bomberos, grúas y mis morbosos vecinos ocupando la calle. Y yo cojo el ordenador y escribo. Un montón de vidas menos esta tarde y un seguro que las indemnizará por daños. Una multitud en la Plaza Cataluña de Barcelona manifestándose por un mundo mejor en un acto mundial que pasará a la historia, y yo aquí, en Segur de Calafell sabiendo que no se lo podré explicar a mis hijos. Y mi hermana, que es masoca, sigue aquí mirando, pronto se llevarán al chico y a lo que fue su moto; y “La que se avecina” reina en el comedor del apartamento mientras yo decido que ya no quiero ser periodista. 

15 de septiembre de 2011

La vida sin música sería un error

En uno de sus poemas Bukowski me explicó que conoció a un genio, y yo hoy he conocido a otro. El suyo se sentó a su lado en el tren y, al mirar por la ventana, le dijo que el mar no era nada bonito. Fue la primera vez que se dio cuenta. El mío no tiene diez años, pero como genio no tiene nada que envidiarle. Llevo cerca de un año mirándole al pasar, extendiendo mis oídos para captarlo entero, pensando sobre el lugar más lejano del que podría venir, imaginándome su vida. Sé que por las mañanas baja tranquilo por Riera Blanca con su acordeón en el carrito a cuestas; sin prisas. Al llegar a la boca de Santa Eulàlia, bajo el puente, se detiene; se planta frente la puerta y pierde la mirada en el túnel, que no es corto. La gente sigue de aquí para allá, entrando y saliendo de la boca; recogen el '20 minutos' y el 'Què' pero no le ven; aunque él tampoco les ve. Entonces entra. Alguna vez he visto impotente tras las columnas como recibía algún que otro golpe de los que vienen y van sin más, pero él siempre camina, tranquilo, hasta llegar a la mitad del túnel. Ellos vienen y van, yo no. Yo me escondo tras las columnas de debajo del puente y le miro, le miro mucho. También le sigo para ver qué hace, aunque siempre hace lo mismo; pero me da igual porque me gusta mirarle. Salgo un cuarto de hora antes de casa para no perdérmelo en la entrada, que es triunfal. Si supiera, le cosería una alfombra roja de miles de quilómetros, por si vive demasiado lejos; que no pise estos suelos, que él es mejor que todo lo que pasa bajo el puente. Mi abuela siempre insiste en que tengo que aprender a coser, dice que cuando ella no esté no habrá nadie que me cosa los botones. Yo sé que siempre habrá sastres y modistas, aunque no creo que ellos sean capaces de coser una alfombra roja como la que quiero para él. Cuando menos te lo esperas improvisa una sillita y se planta enmedio del túnel frente al cartel de 'Música al Metro'. Una vez allí, tranquilo, coge su maletín, lo acaricia y se detiene. Con sus finos dedos mueve las cuatro ruedecillas hasta que suena un 'click' y el maltín se abre. Al fin veo el resplandor. Espero ese momento cada mañana cuando me escapo para verle, después me marcho corriendo hacia la parada del bus para ir al colegio. Es el momento que sucede cada mañana a las siete y cuarto. Le brillan los ojos al abrir el maletín. Le tiemblan las manos al tocar su interior, con delicadeza extrae el acordeón, lo palpa y lo acaricia como lo hizo la primera vez con la mirada, cuando lo contemplaba descansar en aquel escaparate del Carrer de Sants. Entonces yo me marcho, no espero a que empiece a vibrar el túnel, no me hace falta. Él me da la energía de cada día, las ganas de soñar un poquito más. Le veo cada tarde cuando cojo el Metro, siempre sé dónde encontrarle: allí sentado, escuálido como pocos y hábil con los dedos. Esta mañana he vuelto a buscarlo para seguir mirándole, decidida a quedarme a oír la primera música de la mañana; ahora que ya lo he conocido tengo que hacerle compañía. No lo he encontrado. Hoy no ha venido. Le he esperado muchos cuartos de hora pero no ha venido. Y es que anoche le conocí en mi cabeza. Sólo ahí. Vino porque se va, se vuelve a ese sitio tan lejano que pienso a veces. Pero me da igual porque vino para verme a mí, para devolverme todas las mañanas en que yo le miro, en una noche. Estará bien pisando tierra roja. No será como mi alfombra, pero en Rusia aún queda vida.

5 de septiembre de 2011

ser

Dicen que cuando se es viejo se añora la pasión que se encendía cuando se era joven; cuando un par de zapatos de tacón avivaban algo muy grande aquí adentro y las curvas de las chicas de las discotecas despertaban nuevas pasiones aún no descubiertas. Yo siempre fui más de recorrer suavemente las de mi guitarra. Aunque de todas formas, cuando uno es viejo nunca es lo mismo que cuando una lo es. Ellos aún se mantienen atractivos mientras ellas se deterioran, y pierden lo de dentro. Entonces ya nadie las quiere, ni los viejos. Ellos buscarán mujeres más jóvenes de piernas esbeltas que les enciendan la llama de la pasión, una vez más; y ellas, las jóvenes, nosotras, los acogeremos como niños que un día se perdieron. Y nos regalarán estrellas, tiernas canciones y bonitos poemas.



Cuando se es joven una se deja temblar

Yo sólo sé que no lo sé todo,
pero algo sé. 
Pasa que cuando se es joven
las ganas lo pueden todo,
las pasiones desenfrenadas
nos llevan a lugares desconocidos,
a tocar pieles que más tarde
nos tocarán nuevamente,
que aparecerán en tiempos a 
destiempo,
en vidas ya ocupadas,
y que despertarán al gusanillo
que un día
se atrincheró aquí adentro
al llegar el primer orgasmo.
Pasa que una caricia en nuestro sexo
aviva el cuerpo y lo hace temblar en 
grandes proporciones,
y los gemidos que se liberan de muy
adentro 
llegan a superar los decibelios
permitidos,
y si vives en un vecindario te
denuncian por escándalo;
pero si te dejas temblar 
en medio de un prado viendo
las estrellas,
la vida es mucho más bella.



13 de julio de 2011

Cantos en el andén y otros desvaríos

En el andén de enfrente la mujer canta. Le canta a su niña "así es la vida de caprichosa, a veces negra, a veces color rosa". Entonces el primer vagón del metro se asoma por el túnel y el ruído del traqueteo ahoga su canto. Yo aún la miro, la sigo mirando hasta que el metro, ya avanzado, la hace desaparecer. Mi mirada la busca. Se va. El andén de enfrente está vacío y yo miro el cuadro del tiempo. Cinco minutos veintitrés segundos, marca. En el andén de enfrente una mujer cierra la puerta. Mi reloj marca las once y cuarenta y siete y ella ya cierra la puerta. Pienso: si hubiera apurado un par de minutillos más "cinco minutos de gloria" me hubieran sabido igual de mal y ahora estaría por la segunda cerveza. Mañana llegaría tarde al casal.

11 de julio de 2011

Ana y los 200 muertos.

Ana. La llama Ana desde que recuerdo que la llama. Tal vez empezara a llamarla así cuando Ángel murió, no sabría decirlo a ciencia cierta, de aquella yo hacía primero o segundo de primaria y no recuerdo más. Lo que sí mantengo intacta es la imagen de la primera vez que lo vi en la piscina, lo supe. Me levanté y fui hacia Ana, no se lo pregunté como una curiosa, ni como cotilla, ni preguntando como aquél que pregunta, no. Se lo pregunté como quién pregunta algo de lo que ya sabe la respuesta pero lo pregunta igual, y no para darse el gusto de comprobar que está en lo cierto, lo pregunta porque sí, por preguntar. El caso es que sabía que Carlos iba a mi colegio, lo había visto pasar ante la puerta de mi clase. Y ahora me doy cuenta de que aquél niño que caminaba en fila para salir al patio por delante de mi clase, es especial, y de no haberlo encontrado aquí, aún seguiría siendo uno más de aquellos parvulitos. Qué pequeño es el mundo. Y qué grandes son algunos de los que lo habitan. Carlos es especial, quizás siempre lo fue, o tal vez fue la muerte de Ángel lo que le volvió diferente. El caso es que Ángel murió de cáncer, Carlos es especial y Ana no volvió a sonreir como lo hacía en el agua. A veces lloro cuando me doy cuenta de que soy una más de las que no se dan cuenta del verdadero valor de la muerte. Y digo de la muerte como podría decir de la vida. Porque no hay dos sin tres, ni una sin la otra. Cuando oímos frases de sucesos como "ha habido dos cientos muertos en un atentado por un coche bomba en Irak", solemos hacer comentarios como "ostia, pobrecillos" cuando no decimos "vaya hijos de puta, qué cabrones". Y es que hasta aquí podríamos sentirnos bien con nosotros mismos. Estén ustedes tranquilos si es justo lo que piensan al ver sucesos como éstos, siéntanse solidarios, buenas personas; al fin y al cabo están condenando estos actos. Pero sigan ahí sentados, pronto verán la siguiente noticia: "Paris Hiltonn ha sido liberada después de dormir dos noches en el calabozo por conducir ebria". Vamos hombre, ¡por dios! Hasta yo podría hacerlo mejor. ¿Cómo pueden anunciarnos dos cientas muertes y, acto seguido, decirnos que Paris Hilton no volverá a dormir en un calabozo en una semana por lo menos? ¿A quién le importa Paris Hilton? O ¿a quién le importan dos cientos muertos? No veo la relación entre las dos noticias, me mata verlas seguidas. Es entonces cuando pienso que no debo sentirme mal por no valorar dos cientas muertes, no tengo tiempo a digerirlo, después de todo sólo es una noticia más antes de descubrir que la joven Paris Hilton no podrá seguir disfrutando de las noches New Yorkinas libremente. Pero no se sientan mal del todo, yo que tanto digo tampoco me movería del sofá. Esperemos pacientemente la llegada de los deportes. Total, ya saben: mal de muchos, consuelo de (todos) tontos.

3 de mayo de 2011

Barrio Chino


Hoy, como muchas otras veces, he vuelto a sentir esa sensación de placer que sólo se me aparece abriéndose paso por mis adentros, ante las pequeñas cosas; y es que me he resentido orgullosa de vivir en Barcelona. Y pensando en uno a quien le mando besos con libre interpretación, me he paseado sonriendo por la Rambla de las Floristas. Que con el esguince más patético de mi historial médico a cuestas, me he dejado caer por el Casco Antiguo, y me he visto claramente como la típica turista de la típica peli ambientada en la India que pasea por las calles de Calcuta rodeada de Badulakes y hostales con servicio de Bed and Breakfast a cada diez metros de una misma calle. Algunos dirían que aún me queda mucho por recorrer, ver y aprender; y quien calla otorga, pues es desde la fugaz parada en París de antaño que no veía esa cara oculta que tienen las ciudades más famosas del mundo donde los "sin techo" plantan campamento base en cualquier portal de cualquier calle y se miran en el cristal de las puertas giratorias de los hoteles más mediocres de algunas zonas para no olvidarse de sus caras y de lo que, tal vez, algún día fueron. He estado pensando un poco en Andreu Nin sin saber bien bien quién fue, y otro poco en cómo haré mi revolución; que aunque aún le quedan algunos flecos y cables por atar, ya la tengo ahí bien ideada. Y es que sé desde hace tiempo que nos mienten. Y también sé que no acabo de descubrir América. Aunque a veces, como dijo aquél filósofo, sólo sé que no sé nada. Pero hoy sé que nos mienten, que lo llevan haciendo años y paños, y que el hombre nunca pisó la Luna, que Neil Armstrong, en realidad, era el jardinero de Mr.Hoover. Y aquí sí que no hace falta ser ningún ilustrado para saber que, realmente, Bin Laden sigue disfrutando de unas vacaciones permanentes que se tomó hace ya unos añitos, dotado de total inmunidad. Malditos americanos...



Flor maleva del suburbio de la gran ciudad condal 

Enfermiza, sin aroma, sin belleza y sin color,
Es el triste “Barrio chino”, donde acuden por su mal
Los vencidos de la vida y los náufragos de amor. 
En sus lúgubres callejas me he sentido estremecer
De una pena tan profunda, que me hiere el corazón,
Cuando un rostro demacrado, ¡Pobre sombra de mujer!
Me ofrecía las caricias de un amor sin ilusión.



¡Barrio chino...!
Tenebroso, pintoresco
Inconsciente y desleal.
¡Barrio chino...!
Que sembrás a todas horas
La maldita flor del mal.
De la noche, 
Bajo el manto, tu misterio
Yo quisiera descubrir.
Y en las notas de mi tango,
Levantarte de entre el fango
Y poderte redimir.



Barrio chino sin ventura, conocí en ti una virtud
Que prendida entre tus mallas, se moría de pesar,
Una noche, de esas noches que uno gasta su salud
Entre locos devaneos, la encontré yendo al azar.
Era joven y era linda y con tanto afán me habló
De sus ansias y deseo de una vida de honradez, 
Que intenté regenerarla... Más apareció un “macró”

Y a traición, con su navaja, la tendió junto a mis pies.

Rossend Llurba i Tost.

10 de abril de 2011


El cau és el que 
ens queda quan 
s'ha acabat tot, 
i avui el cor 
ens ha caigut allà enmig.